El sonido del teléfono rompe el silencio presente en el despacho de
dirección de las bodegas Sansourire, haciendo estremecer a Max. Descuelga el
auricular, esperando a que su interlocutor calme su nerviosismo.
- Ha sido niña! Es preciosa Max, tienes que verla… ¡Por
fin tienes una hija!
- Gracias suegra, por este momento. En media hora
estoy en el hospital, después de mi ritual. Ahora os veo a las tres.
Colgó el auricular sin mediar más palabra. Tenía una tarea que
cumplir.
Por fin había llegado el día, tras varios años, habían conseguido
tener descendencia. Su mujer, Evelyne, había sufrido dos abortos en los últimos
cinco años, y Max era un hombre tradicional, no podía irse de este mundo sin
crear una vida que continuara la suya, que transmitiera su legado. Tras mucho
esfuerzo, y muchas lágrimas, Evelyne y él podían decir que habían triunfado.
Sonrió de una forma tan espontánea y completa que sus ojos se nublaron
durante un par de segundos. Llegó su mayor sueño cumplido imaginado, su propio
Nirvana. Ya era una realidad.
Salió de la habitación y fue hacia la vasta extensión de viñedos que
se extendían en el exterior del complejo de oficinas. Cogió una cesta, y siguió
un sendero angosto que le llevaba hacia el centro de las zonas de cultivos,
donde se encontraba una gran escultura de su tatarabuelo, el fundador de las
bodegas, bajo la cual se situaba una majestuosa cepa. Era el gran tesoro
familiar.
La familia de Max siempre fue vinicultora, no le alcanzaba la memoria
para recordar cuantos de sus antecesores habían vivido gracias a la esencia líquida
de la uva. Era tal la pasión de los Sansourire por su trabajo, que tenían la
costumbre de celebrar la llegada de un nuevo miembro al clan con la creación de
una botella, destinada a ser conservada por su descendiente hasta el día mas
feliz de su vida, el día en el que sus sueños se hicieran realidad. Podía ser
una tradición absurda, pero todas en el fondo lo son, ésta al menos tenía una
finalidad. Tus sueños se pueden cumplir y el esfuerzo tiene su recompensa.
Recogió el cesto y lo llevó al edificio contiguo a la zona de
oficinas, donde le esperaba Simon, un hombre rudo, curtido por las incontables
horas de sol pasadas vendimiando. Había sido el gran apoyo de Max desde que su
hermano mayor Laurent, su mas eterno compañero, había fallecido durante el asalto a una gasolinera.
Una broma macabra demasiado pesada, considerando que sólo paró a
descansar. Casi tanto como la de sus padres, que habían muerto siendo ellos
adolescentes, la vida en el campo es muy sacrificada, y la esperanza de vida no
suele ser elevada.
Max siempre se lo agradeció a Simón, habiéndole ascendido durante los
años hasta convertirle en su mano derecha. Si no sabía o no podía realizar una
tarea, se encargaba de buscar a quien sí pudiera llevarla a cabo, era eficaz y
eficiente. Max creía que llegaría lejos, y se alegraba de tener tan buen
empleado a su lado.
-
Simón, ha llegado el gran día, voy para el hospital.
Encárgate del cesto, nos veremos allí.
-
¿Pero al final lo han conseguido? ¿Ha habido suerte?
-
Si, es una niña, por fin un nuevo Sansourire.
-
Vaya, se me acabó el chollo, ya nunca podré hacerme con el
control de todo esto (dijo Simon a carcajadas, abrazando a Max).
-
Nunca he sido tan feliz…
-
Pues corre a ver a tu mujer, que te estará esperando
ansiosa y deja a tu amigo del alma ocuparse de todo, tendrás la botella en unas
horas.
-
Gracias, no se que hubiera hecho sin ti… verdaderamente
eres la primera persona a la que deseaba contar la gran noticia… no creo que
haya un amigo mejor.
-
En cuanto acabó su última frase, se dio la vuelta y marchó.
Cuatro horas mas tarde, Max vuelve a la oficina. Había dejado a
Evelyne dormida junto a su madre, la cual estaba radiante por ser abuela tras
tanto tiempo de espera. Vivía a quinientos kilómetros, y Max tenía todas las
noches de su vida para disfrutar de su mujer y su hija, ella sólo unos días al
año, con suerte.
Cuando entró en el despacho, se encontró sobre la mesa una botella.
Cogiéndola con la mano izquierda, escribió con su pluma sobre la etiqueta
“ADA”, y la volvió a depositar sobre su mesa. Acto seguido, cogió una copa de
cristal del minibar que se encontraba a la derecha de la puerta, y se sentó en
su butaca. Abrió uno de los cajones del escritorio, y sacó otra botella,
ligeramente cubierta de polvo, en cuya etiqueta se leía “MAX”.
Abrió el tapón, se sirvió media copa, y tras absorber el aroma que
desprendía, suspiró de alivio. El círculo se volvía a cerrar.
-
Por fin…
mmmmm no le entendi
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