Esa noche Odeim
Romet no podía dormir. Y no era la primera vez, se había convertido
en algo habitual desde hacía varios días. Resultaba curioso que así
fuera, ya que todos sus sueños iban a hacerse realidad mañana. Y no
era desconfianza por no haber llegado aún dicho momento, ni siquiera
esas cosquillas de impaciencia
que nos recorren el interior ante las puertas de la felicidad. La
emoción que le mantenía en vigilia le era conocida,
pero nunca había llegado a ser tan enorme ni tan amenazante como
ahora, como en ese
mismo instante. Era puro y genuino Terror.
En pocas horas,
contraería matrimonio con Laedi Etreus, su novia desde la mas
temprana adolescencia. Alguien a quien conocía perfectamente, hasta
el mas mínimo resquicio de su personalidad le resultaba familiar.
Tan adaptados estaban que apenas recordaba un par de riñas en su
extensa relación de años, y en ambas simplemente tenían puntos de
vista diferentes que, tras unas horas separados, a los dos les
parecieron nimiedades. Era tan perfecta que ahora, cuando iba a dar
el paso definitivo con ella, creía que no le esperaría nada mas que
“un día normal repetido hasta el infinito”.
Además con el
enlace obtendría como regalo de bodas paterno la propiedad total del
negocio de los Romet, la única clínica odontológica del lugar.
Hacía ya varios años que ejercía al lado de su padre, del que
siguió ejemplo hasta llegar exactamente a mañana, cuando recogería
el testigo para que su padre se jubilara y pudiera, al fin, dedicarse
a viajar. Ahora sería él el único encargado de la Salud Dental de
todo el pueblo, algo que ya hizo durante casi media vida. Imaginaba
que, cada vez que viera una nueva boca abierta frente a él a partir
de entonces, se sentiría como en medio de una cadena de montaje a
pesar de ser ahora su propio jefe.
Pensaba que una vida
monótona como se le estaba presentando ésta era menos vida. Que si
tenía tanto miedo era una certeza de que moriría poco a poco si
cruzaba esta línea, que debía ser un signo claro de peligro...
porque es estúpido temerle a la felicidad, ¿no? Claro, no podía
ser eso. Tenía que ser una llamada de atención, eso sí podía ser.
Este pánico le estaba pidiendo que sobreviviera, aquí sólo
hallaría su declive, debía dejarse llevar hacia otra parte...
cualquiera que no fuera esta.
Y
entonces, tras
llegar a esa conclusión, se
levantó de la cama de
un salto, se vistió
apresuradamente y
huyó por la ventana, adentrándose
a la máxima velocidad que
le permitieron
sus piernas en el inmenso
bosque que limitaba con su
hogar.
Sin mirar atrás, sin
vacilar mientras tuviera encima esa sensación angustiante dentro.
Cuando
la falta de oxígeno y eficiencia muscular le detuvo, no era
consciente de cuanto había estado corriendo ni la dirección que
había tomado. A pesar de
sentirse cada vez mas desorientado y confuso, en ocasiones le
venía un tenue recuerdo de su dilema, el pavor
volvía a acariciarle y
comenzaba de nuevo a correr,
sin pensar en nada mas que en dirigirse
hacia donde no se sintiera así. Tenía que sobrevivir, y aquí aún
no se sentía seguro. No había todavía la suficiente distancia
entre su problema y él.
El
bosque se había hecho mas
denso, tanto que apenas
se podía vislumbrar el cielo entre las innumerables ramas que se
entrelazaban entre sí, tejiendo una especie
de cúpula orgánica que no dejaba pasar la luz, permaneciendo el
interior en una penumbra constante.
Era ya
tan
lejano el recuerdo de cuando se
había adentrado en él,
que el tiempo ya no importaba, ya ni existía. Tan lejano que tampoco
podía
acordarse
ni
de quien
era ni de donde había partido.
Ni
siquiera
sabía
hacia
donde se dirigía. Su
existencia resultaba
en ese momento muy
similar a la de un fantasma.
Mientras
vagaba entre las sombras,
reptando entre el
musgo y las
hojas secas que se acumulaban en el suelo, volvió
a percibir de nuevo la fría mano del Horror. Se detuvo silencioso
y
usó sus sentidos para tratar de averiguar que peligros
le acechaban. Estaba convencido de que aquel lugar le mostraría su
cara mas atroz y debía evitar ser descubierto.
Al
instante, todo el bosque al unísono comenzó a interpretar una
compleja sinfonía inquietante, como la que precedería a la mas
desgarradora de las muertes. Un Réquiem compuesto expresamente para
él. Los búhos ululaban al compás que marcaba el crepitar de la
madera, los lobos aullaban en armonía con las ramas y sus sibilantes
hojas meciéndose bajo el viento.
Hasta
podía llegar a oír a las arañas susurrar. Imaginaba cientos de
ellas escondidas entre los árboles, tejiendo una red casi
imperceptible en la que quedaría atrapado tratando de huir del destino
aciago que este ecosistema hostil anhelaba para él. Todos ellos
unidos, conspirando contra su vida. Todos ellos le querían como
alimento.
Se
sentía envuelto por la amenaza, no había ninguna vía de escape
posible al estar rodeado por un muro de ojos brillantes, de figuras
amorfas que se fundían con la oscuridad reinante, otra cómplice mas
de esa tenebrosa familia forestal. Rodeado y paralizado. Sólo
quedaba huir hacia abajo, adonde se deslizan las raíces de los
árboles para obtener sus nutrientes. Así que, con un ritmo
diligente y desesperado, comenzó a excavar.
Lo
que en principio era una simple hondonada en la tierra, pronto se
convirtió en un cubil. Mas tarde, en una extensa madriguera de
pasadizos estrechos donde la única dirección posible era avanzar lo
mas lejos posible de aquel bosque intimidante. Quien sabe, igual
hasta aparecería en el otro extremo del mundo.
En
ocasiones, la ruta se volvía
tan angosta que tenía
que desplazarse
lentamente a través de un agujero ínfimo, conteniendo la
respiración porque con el pecho distendido no podía
atravesarlo.
Evitaba
aumentar el nivel de pánico sublimando la idea de que podía
quedarse
atascado... Atascado en medio de él
mismo.
Solía
lograr
pasar continuaba su incesante perforación, pero en otras ocasiones
su pesadilla se hacía real y se quedaba allí, atorado, sin poder
expandir sus
pulmones y gritar. Y, simplemente... se
desvanecía. Al despertar, su cerebro volvía a pensar en excavar y
retomaba su ya única tarea en su
ya simple
existencia.
Si
se
topaba
con la mas inquebrantable
de las rocas en medio de su trayectoria, lejos de cambiar su rumbo,
arremetía con sus manos como si fueran a disolver la roca. Cegado
por la frustración, se quebraba dedos y uñas contra la piedra,
sumando daños a la continua erosión que la tierra húmeda le estaba
produciendo en toda
la
piel. Acababa
aceptando que no se doblegaría a su voluntad
cuando no le
quedaban
mas falanges
por
fracturarse.
Emitía un apagado sollozo y, esta vez sí, variaba su devenir.
La
madriguera se había convertido para Odeim en un
laberíntico infierno subterráneo, una
sepultura en vida. Era
ya
tan
lejano el recuerdo de cuando se
había introducido
en ella, que el tiempo nuevamente
no importaba, no
existía. Tan lejano que sus
sentidos habían perdido sus funciones, su
cuerpo era una masa deforme
y su cerebro únicamente generaba el impulso de arrastrarse.
Un
genuino y monstruoso gusano humano.
El
miedo puede no matarte y aun así arrebatarte la vida.
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